Pues mire, sí, tengo nostalgia. Nostalgia de las películas del espacio de entonces, espacio pulcro, resplandeciente, sostenible, y también de aquellos misterios sin resolver que proponía el sabio de lo paranormal Jiménez del Oso. Hombres como mi padre se sobreexcitaban con las caras de Bélmez, la chica de la curva y, cómo no, el Triángulo de las Bermudas. Allá por 1974, una generación empachada de los milagros de la iglesia católica abrazaba la idea de que hubiera seres de otro planeta entre nosotros. ¿Es que no es infinito el universo para que los terrícolas aceptemos compartirlo? Los niños de mi quinta escuchábamos fascinados esas especulaciones. A mí, que mi padre creyera en eso me volaba la cabeza. Cruzábamos la Mancha en el Seat 1430, atentos por si de pronto un ovni aterrizaba ante nosotros, de la misma forma que hoy se te cruza un jabalí. Al otro lado del océano y una década anterior, el niño Steven Spielberg contempló con su padre una lluvia de meteoritos y eso alimentó una imaginación que fructificaría en Encuentros en la tercera fase. Ahí es donde mi fantasía sideral se quedó voluntariamente anclada. En cuanto al misterio del Triángulo de las Bermudas, ese espacio entre las islas Bermudas, Puerto Rico y Miami donde barcos de la envergadura de un carguero o aviones de transporte desaparecían como tragados por el agua o abducidos por el más allá, a mí me daban ganas de rezar por los desaparecidos. Lo edificante de estas historias es que eran una prolongación de los cuentos al amor de la lumbre: la luz del día restablecía la realidad y cada mochuelo regresaba a su olivo. Eran misterios que a los adultos les permitían volver a la infancia.
