Para encontrar las cosas, lo mismo que para encontrar a las personas, hay que dejar de buscarlas. De ahí que las llaves perdidas aparezcan al poco de que hayamos hecho un duplicado. De ahí también que el adolescente no vuelva a casa el sábado por la noche hasta que sus padres, rendidos, se duermen en el sofá. El hijo pródigo regresa cuando le dábamos por muerto. En fin, que un sábado por la tarde llaman a la puerta y no es Amazon ni son los testigos de Jehová, sino un productor de cine interesado en contratar los derechos de una novela que ni siquiera has escrito para una superproducción de Hollywood, o un notario que viene a comunicarte que eres el heredero de una gran fortuna. El mundo se te entrega cuando renuncias a él. La vida se te ofrece cuando no te interesa. Cabría preguntarse si tú mismo (o tú misma, puto genérico con discapacidad) eres el objeto perdido de alguien que, al doblar la esquina, más que encontrarte, te reencuentra.
